¿Para qué necesitamos líderes?
Para inspirarnos y hacer uso de la experiencia y las herramientas de los que han dejado de huir del miedo y han sido capaces de responsabilizarse de él. Pero no podemos olvidar que somos nosotros los que tenemos que hacer el trabajo y convertirnos en líderes de nuestras propias vidas. Para ello es necesario estar preparado para hacer frente a la incomodidad que conlleva la autoevaluación y la autocrítica. Es un proceso por el que detectamos nuestras auténticas necesidades y trascendemos nuestros deseos, que en mayor medida tienen que ver con estrategias compensatorias de nuestro ego para evitar conectar con nuestro vacío existencial, nuestro miedo, nuestra tristeza, nuestro aburrimiento o nuestro sentimiento de inferioridad.
El miedo nos hace distorsionar la realidad. Nos convierte en seres egoístas, narcisistas y autosuficientes. Liderar mi vida conlleva tomar una serie de decisiones conscientes que ordenan mis principales planos existenciales: el físico, el mental y el espiritual. Es un proceso en el que construyo una nueva estructura mental y cultivo una serie de hábitos que facilitan que mi amor propio y mi autoestima florezcan.
El orden me lleva a la libertad, a establecer prioridades, a adoptar compromisos conmigo mismo, a alinear lo que pienso, lo que siento y lo que hago, y a tener la disciplina para transformar todas esas decisiones en acciones conscientes. Estos son los pilares del trabajo cognitivo.
¿La promesa?
Llegar a entender mi lugar en el mundo, el propósito de mi existencia, mi auténtica vocación, aquello que amo y que surge de forma natural, esa habilidad con la que me es posible servir a los demás, que expande mi consciencia, que me conecta conmigo, con los demás, y con la propia inteligencia del universo. El camino que me libera de mi propia ambición, de mis deseos y mi vacío existencial. Cuando eliminamos todo el ruido mental y tenemos confianza, el universo se pronuncia. Cuando encuentro mi vocación dejo de necesitar público, no tengo la intención oculta de que me quieran o que me admiren, no mendigo afecto, no cultivo el valor que tengo por medio de lo que hago y conecto con mi misión en este plano de realidad. Es el punto donde logro comprender lo que el universo espera de mí. La primera vocación no es más que saber cuidar de mí mismo.
Cuando hemos desarrollado la habilidad para amar –tanto a nosotros mismos, como a los demás– tenemos la disciplina para trascender el ego, y respondemos a los retos cotidianos con madurez…la vocación aparece. Para ello también es indispensable respetar a los demás, ver la realidad tal y como es, y no deformada en base a mis deseos y a mis necesidades.
Este no es un proceso fácil. Existe una pronunciada tendencia al desorden y a que el amor se estanque: la entropía. Si me quedo quieto y permanezco pasivo, me convierto en una víctima, conecto con la tristeza, con el desasosiego, con el sufrimiento existencial, con el miedo, con el egoísmo.
Liderar mi vida conlleva colaborar con ella, hacerme cargo de mí mismo y tener el valor de trazar límites para que me traten como quiero ser tratado. El cosmos ayuda a quien se ayuda.
¿Qué energía puede motivar esta transformación?
La alegría. La vida nos regala un programa por defecto, una energía vital inagotable que nos facilita aprender a relacionarnos con espontaneidad, amor y confianza con la realidad y con los demás. Un motor para explorar el mundo. El combustible para descubrir la verdad. La alegría es nuestro estado natural. Es la esencia de la motivación y del entusiasmo por vivir.
Si nuestros progenitores forjan en nosotros la creencia de que su amor es condicional, aparece el miedo. Aquí se empieza a reprimir ese sistema por defecto y empezamos a perder toda esa energía que el universo había puesto a nuestra disposición. Comenzamos a justificarnos, enajenarnos, caemos en la pereza, en la postergación, nos convertimos en las víctimas y en los verdugos de nuestra propia existencia. La buena noticia es que esa energía sigue ahí. Siempre estuvo ahí y siempre estará ahí, esperando que nos reconciliemos con el amor, y perdonemos, a nuestros cuidadores, y a nosotros mismos por haber creído aquellas mentiras.
La alegría es uno de los principios de la vida. El impulso por el que los pájaros entonan melodías cada día. El respeto es otro de ellos. De este surge la ley kármica o ley espiritual: “todo lo que haces a los demás te lo haces a ti”. Junta a esta, la ley de la adicción “todo lo que quiero controlar, me acaba controlando”.
Y de estas surgen los principios del poder. Yo decido en todo momento a qué dar poder. Puedo elegir dárselo al materialismo, a la imagen, a la drogas, al hedonismo, al sexo, a la tecnología, al miedo… También puedo ponerlo al servicio de los demás, a apoyar al amor y la vida, a la colaboración, al equilibrio, a la creatividad, a la felicidad.
Hay quién dirá que hay personas que no tienen el lujo de elegir ya que andan preocupadas en sobrevivir. No se puede negar que a veces existen condiciones adversas. Quizá precisamente ese mismo egoísmo es el que les está negando la puerta a la abundancia del universo. Todos sabemos que nuestro comportamiento implica una decisión consciente o inconsciente: crear o destruir energía. Nuestro equilibrio interno determina la congregación a la que nos vamos a unir.
¿Qué impedimentos solemos encontrar a la alegría?
Tomarse las cosas de forma personal suele ser uno de ellos. Nos damos demasiada autoimportancia y amplificamos los problemas pensando que tienen que ver con nosotros. La realidad es que la mayoría de los problemas y los conflictos son fruto de la confusión colectiva en la que vivimos. La interpretación de lo que nos acontece depende en gran medida de lo que somos, por tanto si alguien piensa algo de mí, tiene más que ver con esa persona que conmigo. La proyección, el principio psicológico por el que se enfatizan nuestras debilidades de carácter en los demás, es el fenómeno por excelencia. Cuando te conviertes en una persona completa que es capaz de responsabilizarse de sí misma, y dejas de necesitar a los demás, empiezas a ser consciente de ello y automáticamente dejas de tomarte las cosas de forma personal.
Otro aspecto que suele bloquear que la alegría fluya es el sentido de lealtad insana. Siento que debo hacer o sentir de cierta manera por mis familiares, amigos, compañeros de trabajo… Creo que me siento en deuda con mis padres, y me dejo manipular por ellos. La realidad es que ellos han elegido libremente tenerme y en todo caso yo soy su responsabilidad y no al contrario. Todo lo que no se hace de corazón, se acaba convirtiendo en una carga. Además no debemos olvidar que cuando alguien hace algo, siempre lo hace por él y para él, y nunca para ti. Por tanto si mis padres no extienden su amor en mí, sino que proyectan sus miedos, se germinará el anhelo de lo que realmente necesito: sentir su amor.
A menudo los padres reiteradamente recalcan el profundo sentido de sacrificio para con sus hijos. Tienes que tener muy claro que eso no es amor, es codependencia y un poderoso instrumento de manipulación.
La falta de aceptación de las circunstancias es otro de los tapones para la alegría. Cuando reconocemos que todos estamos interrelacionados, y que, a pesar de las posibles diferencias que podamos percibir, en el fondo todos tenemos intereses comunes, comenzamos a ver la realidad de otro modo.
También es muy común conectar con la inseguridad que conlleva dar el poder a otros para sentirnos bien. La negatividad, y en general la adicción al drama y al sufrimiento se convierten en un hábito si empeñamos el suficiente espacio mental y emocional en ello.
Cabe mencionar el deseo infantil de ser el centro de atención. La dependencia del afecto de los demás nos convierte en seres viles preocupados únicamente por cómo controlar a los demás.
La soledad puede ser otro aspecto que nos amputa que la alegría recorra nuestro ser. En este sentido es importante mencionar que hay una soledad funcional, y una soledad disfuncional. En la primera atesoro un espacio de tiempo que invierto en la introspección, una energía que empleo en regular mi espacio interno, en entender mi estado emocional, en conectarme y relacionarme con mi poder superior (Dios, el amor, la naturaleza, o cualquier forma de consciencia superior). Se trata de un tiempo donde además cultivar la idea de unidad, y experimentar la totalidad en la forma de mi propio ser.
La soledad disfuncional sin embargo la utilizo para autocompadecerme, la uso para reforzar la creencia de que nadie me quiere y de que estoy solo. La experimento básicamente como una forma de hacerme daño.
La última fórmula para desconectar de mi alegría es la pereza. Esta poderosa inercia hacia la pasividad no es más que el miedo ante mi propia grandeza. Para mi fue una auténtica revelación comprender que la pereza es una forma de egoísmo. Es un estado de angustia donde niego mi libertad para elegir. La pereza me convierte en un mentiroso, y lo peor es que me miento a mí mismo una vez que he decidido lo que creo que es mejor para mi. La pereza es miedo al amor. La pereza me convierte en una mala persona.
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