La culpabilidad es un sentimiento por el que interpreto un comportamiento propio o ajeno como inadecuado, incorrecto o inaceptable. Se trata de uno de los sentimientos más poderosos y una de las herramientas de manipulación más efectivas que existen.
Sentirme culpable por no ser, no tener o no hacer lo suficiente, suele ser el pilar central sobre el que se articula la creencia de que no soy digno de recibir amor. Esta es la mayor trampa en la que nos podemos ver inmersos: concebir el amor como una moneda de cambio.
Hay en cualquier caso una culpabilidad funcional, y una culpabilidad disfuncional. En la funcional se refleja en mi el sufrimiento que he causado en otro para permitirme comprender las consecuencias de mis actos, y tener la opción tanto de enmendarlos, como de no incurrir en acciones semejantes con la misma persona o con otras.
La culpabilidad disfuncional sin embargo poco tiene que ver con mi impulso natural de no dañar al prójimo, sino con la sensación que tengo de ser inferior en alguna medida. En este pulso para sentirme mejor conmigo mismo suelo recurrir al juicio y a la crítica a terceros como motor que estimula mis centros de placer. A pesar de que en principio pueda existir cierta satisfacción inmediata en criticar a los demás, la realidad es que esta tendencia aumenta progresivamente mi sentimiento de culpa. Como decía Jung todo impulso de rechazo a los demás nos es más que una proyección de nuestras propias limitaciones.
Como comentaba, la culpabilidad puede ser también un gran instrumento de manipulación. Se trata de un sentimiento tremendamente incómodo que por lo general trato de evitar con todos los medios. A menudo prefiero ceder ante los deseos o necesidades del otro aunque entren en conflicto con las mías para evitar entrar en contacto este sentimiento. El victimismo se nutre de la culpabilidad para lograr sus propósitos. Este suele ser el eje central sobre el que giran la relaciones disfuncionales, ya sean en el núcleo familiar, en el trabajo, con los amigos, o en el ámbito de la pareja.
En gran medida reconozco lo que es mejor para mi. No hacerlo, ya sea por pura desidia, o bien porque perezco ante alguno de los innumerables placeres inmediatos que se presentan a mi alcance en el día a día, siempre aumenta mi culpabilidad. Cuando he tomado una decisión, pero no logro tener la disciplina suficiente para acometer las acciones necesarias que implican la consecución de este objetivo, se produce un conflicto interno que potencia que me sienta culpable.
También me suelo sentir culpables cuando mis deseos o mis necesidades entran en conflicto con las de alguien al que quiero. En el amor y la libertad sin embargo es importante que haya espacio y respeto para que se produzca ese conflicto, y se acepte como una realidad inherente a nuestra humanidad.
De una forma más inconsciente quizá a veces pueda estar usando este sentimiento para alimentar mi adicción al sufrimiento.
No cabe duda de que la mayoría del sufrimiento que voy a experimentar en mi vida es mental. Somos la única especie que se regodea con el pasado de forma tan obsesiva. Mi cerebro no distingue entre la realidad y la imagen mental. La misma química que me induce malestar se repite una y otra vez cuando reiteradamente me castigo cuando he hecho algo que me induce culpabilidad.
¿Qué puedo hacer para salir de estar espiral que me hace despilfarrar esta tremenda cantidad de energía? Perdonar. El perdón es la fórmula mágica que me saca de este eterno bucle. Quizá me tenga que perdonar a mi mismo por haberme rechazado y haber tenido el impulso de ocultar quién soy. También tener compasión con los demás y perdonar el dolor que me han podido causar. La realidad es que en la raíz del dolor que nos puedan causar suele estar el egoísmo o la ignorancia. La ignorancia es la simple falta de consciencia. El egoísmo no es más que una ingénua y trágica fórmula para encontrar el amor, la atención y la aceptación que anhelo. Paradójico.