La felicidad (del latín felicitas, a su vez de felix, “colmado de suerte o fortuna”). Su propia etimología pone en evidencia la idea, desde mi punto de vista del todo errónea, de que la felicidad tiene que ver con un contexto propicio, en lugar de una actitud vital.
Hay una persona que me ha ayudado a comprender qué es la felicidad. Se trata del monje budista Mathieu Richard. Define la felicidad como “Una serenidad, un sentimiento de realización, un estado que impregna y subyace en el resto de los estados emocionales, en todas las alegrías y penas que aparecen en el camino”.
A pesar de que la felicidad es algo que todos anhelamos, creo que hay mucha confusión a la hora de definir algo tan importante. En occidente, creo que por inercia, pensamos que seremos felices si llegamos a “tener todo lo que necesitamos”. Por tanto se externalizan los elementos necesarios para nuestro bienestar.
Por otro lado, y en una sociedad predominantemente materialista, se equipara la felicidad con el placer. Hemos aceptado esta ilusión. Creo que son cosas muy diferentes. El placer, a diferencia de la felicidad, no es una constante. Se trata de picos hormonales que estimulan nuestro cerebro por medio de “chutes” de dopamina, serotonina y endorfinas. Torrentes químicos que riegan nuestro sistema y que proporcionan una intensa sensación de bienestar.
La realidad es que son solo eso, instantes de placer. En un abrir y cerrar de ojos necesitamos la siguiente dosis. En este sentido aparece un término psicológico que me encanta: hedonismo adaptativo. Es un fenómeno por el cual la intensidad de las hormonas relacionadas con el placer que se producen cuando realizamos una actividad que estimula nuestros centros de recompensa, baja drásticamente en un corto espacio de tiempo. Si comieras tu plato favorito cada día, pronto acabarías aborreciéndolo. Por tanto, si piensas que ese trabajo, ese coche, esa casa, ese viaje, esa relación, esa cosa, te va a hacer feliz para siempre, te equivocas. De nuevo veo en este sistema toda una moraleja que nos indica que el bienestar ha de partir del interior, que se encuentra en el sentimiento de unicidad.
Identificar la felicidad con el hedonismo te lleva a una espiral interminable de insatisfacción. No voy a negar que hay un grado de influencia en nuestro bienestar relacionado con nuestro contexto material. Pero la realidad es que hay personas que supuestamente lo tienen todo en este sentido, y se sienten tremendamente insatisfechas. Hay otras, sin embargo, que con recursos muy limitados proyectan una ilusión y unas ganas de vivir excepcionales.
Como decía para mí la felicidad es un rango. Es insustancial plantearse la pregunta ¿soy feliz? No hay una respuesta. Se trata de un nivel y siempre podemos incrementarlo.
En cuanto al sentimiento de realización, creo que se relaciona con sentirse útil para los demás de alguna manera. Es solo eso, una sensación, y no depende de la actividad que se desarrolle, sino de cómo se entienda que favorece al bienestar de otros.
Quizá tenga que ver con encontrar una motivación vital, un propósito que dé sentido a mi vida. Picasso dijo: “el sentido de la vida es encontrar tu talento, el propósito de la vida es entregárselo al resto”.
La verdad es que pienso que es una idea bastante “romántica” que puede generar mucha angustia a todos lo que no tengan la suerte de haber recibido esa “llamada”. Creo que con una buena actitud, uno se puede sentir útil para los demás desarrollando absolutamente cualquier profesión. Somos un punto energético en una marea sensorial. Nuestra vibración, nuestra energía, alimenta para bien o para mal al resto de personas que interactúan con nosotros. Siempre podemos elegir servir a los demás con ilusión. No es una cuestión de aptitud, sino de actitud.
Pero vivimos en una sociedad donde la presión está muy presente en un modelo donde la competitividad es protagonista. No se tiene en cuenta ni se celebra que seamos seres únicos. Me parece más bien un modelo abocado a adoctrinarnos, a convertirnos en dóciles entes productivos que se adaptan a un sistema rígido lleno de reglas.
Es curioso, la palabra “competición” proviene de Grecia. Consistía en un juego que motivaba a los corredores a ser mejores. Esa hermosa idea, que entendía la superación personal como un juego, se ha desvirtuado totalmente.
Hay un factor hormonal que no se suele tener en cuenta. Tener una vocación o una pasión concreta significa invertir una cantidad ingente de horas desarrollando esa actividad. La excelencia viene de la mano de la repetición. Sin embargo hay un patrón hormonal que hace que algunos individuos no encuentren satisfactorio dedicarse exclusivamente a una tarea. No es una cuestión de preferencias personales, es algo relacionado exclusivamente con una tendencia química. En este tipo de personas se ha detectado que los niveles de dopamina bajan drásticamente cuando no se exponen constantemente a diferentes tipos de aprendizaje. Si eres una de esas personas a las que no les gusta exclusivamente una cosa, no te castigues, quizá estés predestinado a desarrollar más de una capacidad.
Hemos vertebrado una cultura que presupone que alcanzar la excelencia en lo que hacemos debe ser nuestro principal objetivo. Debemos elegir una tarea y desarrollarla hasta alcanzar nuestro máximo potencial. Estas ideas de perfeccionismo son del todo tóxicas. Creo que es mucho más importante que la vida no sea una carrera, sino un agradable paseo. Que nuestra profesión sea una forma de juego, y no un pulso para medir nuestra valía.
Otro elemento clave parece ser la calidad de nuestras relaciones personales. Conectar con los demás nos hace sentir bien. Tener una red de afecto donde nos podamos sentir libres, expresar aprecio, crecer y compartir. La psicología positiva hace especial hincapié en este factor. El sentimiento de pertenencia, el sentir que se nos tiene en cuenta en la toma de decisiones, es vital para nuestro bienestar. En este sentido, y en relación a nuestros mayores, creo que hacemos muchísimo daño psicológico al considerar que dejan de ser útiles por el mero hecho de no seguir encajando en los ciclos de productividad. Es todo un síntoma de una civilización poco compasiva por un lado, y además bastante ignorante. Aprovechar su sabiduría y escuchar lo que tienen que decir y enseñar es un regalo que les hacemos a ellos y a nosotros. Es un forma de ayudarles a que sientan que su vida aún tiene un propósito: transmitir su experiencia.
La felicidad también tiene que ver indudablemente con el altruismo. ¿Por qué? Para empezar, si doy algo a los demás, me estoy enviando varios mensajes. El primero, que tengo algo que ofrecer, por tanto me digo que tengo valor. Cuando hago algo por alguien sin esperar nada a cambio, me estoy diciendo que soy una buena persona. Es una forma de conectar conmigo mismo y con los demás. Quizá lo que tenga que ofrecer sea un poco de paciencia, una sonrisa, un abrazo, una disculpa, un ‘gracias’. Siempre hay algo que puedo decidir ofrecer. Todo suma. Que no te importe la sutilidad del acto. Además no te olvides de tí. Ofrécete cosas. Cultiva buenos hábitos que emitirán un mensaje claro: me quiero, me aprecio.
Matt Killingsworth, desarrolló un estudio en el que, por medio de una app, se analizaba qué hábitos hacían sentir mejor a las personas. Los mayores niveles de felicidad se detectaron cuando las personas sentían que estaban “presentes” en el momento. Cuando dejaban a un lado los saltos hacia el pasado y hacia el futuro, cuando se centraban en aquello que tenían frente a sus ojos. Recientemente he encontrado en este hábito una fuente de felicidad excepcional. He dejado de empeñarme en controlar lo externo. Me he desprendido de la ilusión de que tengo esa capacidad. Simplemente tengo confianza en que lo que llegue me va a permitir seguir creciendo. Me dedico a cultivar la atención en el ahora. Además ejercito la compasión, la gratitud, la felicidad, el humor y, en general, el amor, cada día. Como dice Mathieu, “el entrenamiento emocional va a determinar cada instante de mi vida y va a condicionar la calidad de mi experiencia”. Considero que la serenidad procede en gran medida de la decisión de pararse en seco en la carrera del “tengo”, el “debo” y el “quiero”.
Rabí Hyman Schachtel en 1954 escribió un libreo llamado “El verdadero placer de vivir”. En él sugería que la felicidad no consiste en tener lo que queremos, sino en querer lo que tenemos. Creo que ser feliz es mi mayor responsabilidad. Lo quiera o no, voy a proyectar lo que soy con mi pensamiento y con mi comportamiento. Tenemos mucha más influencia en los demás de lo que imaginamos. Si no encuentro un antídoto para salir de los estados de miedo, angustia, ira, odio, celos, arrogancia, deseo obsesivo, avaricia…eso es lo que voy a darme a mí y a los demás. Esos estados merman la visión y la consideración que tengo de mí mismo. Si les doy espacio en mi corazón, estoy entrenando mi capacidad para conectar con esas emociones; químicamente estoy engrasando todas las reacciones biológicas que me hacen sentir malestar.
Me he comprometido a centrarme en mis fortalezas y dejar de una vez de entender la vida como una carrera en la que corregir mis debilidades. Claro que hay que mejorar, pero sin prisa, sin castigarme todo el tiempo. La felicidad quizá sea esa sensación de que progreso. Para mejorar he aceptado que es necesario dejar de tener miedo a cambiar. Estoy aprendiendo lo importante que es equivocarme mucho. Voy a disfrutar del camino y no proyectar felicidad en ninguna meta futura. Lo que soy ya tiene valor. Decido ser feliz ahora y celebrar esta increíble experiencia que es vivir.
José Ortega y Gasset proclamó la afamada sentencia: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Creo que me ha llegado el momento de ser más yo, y menos mi circunstancia.
.