Nuestra identidad se construye desde nuestra infancia en función de nuestra conducta. A su vez, nuestro comportamiento es una respuesta en primera instancia a nuestras necesidades básicas, y en segundo lugar, a las creencias centrales con las que interpretamos los estímulos externos que denominamos realidad.

El comportamiento de nuestros progenitores durante nuestra gestación y primeros años de vida determinan la formación de nuestras creencias. El estado emocional de nuestra madre durante el embarazo determina la inercia hormonal que condicionará en gran medida nuestro carácter de por vida. El equilibrio entre los niveles de estrógeno y testosterona, por ejemplo, va a delimitar cómo conectamos y nos relacionamos con nuestra parte femenina o masculina. Una descompensación en este sentido tiene implicaciones tanto en nuestro aspecto físico, como en nuestra personalidad. Parte de lo que somos se define entonces.

Por otro lado la conducta de nuestros padres en los primeros años de nuestra vida condiciona nuestra primera interpretación de la realidad y será el origen de la construcción de nuestras creencias centrales. Se trata de las primeras verdades inherentes a nuestra existencia y al entorno con el que nos relacionamos.

En los primeros años de nuestro desarrollo llegamos a un punto en que nos hacemos conscientes de nuestra dependencia. Es un momento en el que se hace visible que nuestra integridad física se vincula con la disposición de nuestros padres. Ellos por tanto son nuestra primera forma de divinidad. Tienen un poder absoluto sobre nuestra subsistencia. Su comportamiento a partir de ese momento determinará que percibamos bien que nuestra vida corre peligro, bien que, por el contrario, podemos confiar en su apoyo incondicional.

¿De qué depende que como padres dinamicemos un estado de estrés crónico o un estado de seguridad, compenetración y conexión con nuestra estirpe? En gran medida, de nuestra propia visión de la realidad.

¿Crees que estás en peligro? ¿Tienes miedo? ¿A qué exáctamente? La primera vez que nos enfrentamos a esta disyuntiva es, como mencionaba previamente, en el momento en que nos preguntamos de qué depende que nuestros padres no nos abandonen. Este es un punto de inflexión que determina el origen de gran parte de la potencial disfuncionalidad a la que tendremos que hacer frente el resto de nuestros días.

Si de las señales y el comportamiento de nuestros padres interpretamos que nuestra integridad física depende de nuestro comportamiento, entramos de cabeza en una espiral de duda que nos lleva inequívocamente a padecer estrés crónico. A partir de entonces el “hacer” se convierte en nuestro principal enemigo. El fallo es una parte inherente al aprendizaje. La respuesta y la actitud de nuestros progenitores hacia el error va a determinar en gran medida nuestra salud emocional. Tener unos padres que entienden y celebran el error, y que proyectan que su amor no depende del comportamiento ni de las decisiones que tomemos, facilita que nuestro amor propio solo dependa del mero hecho de ser, de simplemente existirPor el contrario proyectar decepción, impaciencia o malestar ante el error, siembra la sombra de la duda constante sobre si lo que hacemos o somos es apropiado.

El nivel de consciencia entre ambas construcciones de la realidad tiene en los niños unas implicaciones sociales inmensas. ¿Qué implicaciones fisiológicas y hormonales tiene que construya una creencia central que interpreta que estoy en un constante estado de peligro? El estrés es un sistema de defensa con una serie de implicaciones concretas que tiene un único propósito: canalizar todos los recursos energéticos disponibles para emplearlos en la huida del peligro al que nos enfrentamos.

En el núcleo de la pandemia disfuncional que vivimos se encuentra el estrés crónico. Vivimos en un contexto social en el que hemos superado los peligros asociados a nuestra integridad física. En términos generales en occidente nuestra subsistencia y nuestra superviviencia no están determinadas por la escasez de alimento, ni por la exposición recurrente a peligros externos. Sin embargo parece existir una percepción general de la realidad como un lugar violento y hostil.

La sensación de constante peligro es la responsable de nuestro estrés crónico. ¿Qué implicaciones tiene vivir en un estado permanente de miedo? Muchas y variadas. En primera instancia si percibimos un estado de peligro donde se conecta el estrés, la  segregación de todas las hormonas que estimulan nuestros centros de placer se paran de inmediato. Nuestro cuerpo debe enviarnos la señal inmediata de incomodidad para que se active un estado de alerta y huida inminente. Además se concentran  los recursos físicos y se prepara el cuerpo para la huída por medio de segregación de las hormona corticotropina (CRF) y adrenalina.

Hasta aquí todo bien, ¿pero qué pasa cuando un sistema diseñado para ayudarnos a eludir un peligro puntual permanece activado en relación a una creencia central que percibe un estado constante de peligro? Pues básicamente que necesitamos una estrategia hormonal y emocional para compensar este desequilibrio.

Para compensar los altos niveles de cortisol nuestros sistemas se ven forzados a incrementar la producción de hormonas que nos generan bienestar como la dopamina, las endorfinas, la noradrenalina, la serotonina, etc…

El estrés crónico atrofia el correcto funcionamiento de nuestros centros de placer. Como cualquier otra alteración química en nuestro organismo, a largo plazo es necesario aumentar progresivamente la producción de hormonas del bienestar para tener el mismo resultado de confort.

¿Qué consecuencias tiene todo esto? Este desequilibrio químico, y dada la sobreestimulación que se requiere de nuestros centros de placer, pronto necesitamos nuevos impulsos externos que estimulen la segregación hormonal que nos hace sentir bienestar. Por tanto nuestra visión de la realidad básicamente nos hace más o menos proclives a las adicciones. Además el estrés genera el detrimento de nuestro sistema inmunitario y por tanto nos hace más vulnerables a la enfermedad.

No podemos controlar el comportamiento de nuestros progenitores. Solo podemos ser honestos con nosotros mismos y evaluar en qué medida percibimos la experiencia de la vida como una carrera hostil donde nuestras decisiones vienen determinadas por el miedo a ser aceptados, a mostrarnos vulnerables, a conectar, a amar y a ser amados.

Si la respuesta es sí, probablemente te esté siendo necesario utilizar mecanismos de compensación por medio de adicciones. Estas a su vez te generan una desconexión emocional que hace difícil conectar con el prójimo y contigo mismo, que en última instancia son la mayor fuente natural de bienestar. No solo hablamos de adicciones a sustancias químicas, quizá sean mecanismos emocionales como el control, el victimismo, la adicción al sufrimiento, o distintas dependencias sentimentales que usas para estimular tu bienestar y la sensación de seguridad y aceptación.

Desde mi punto de vista todo se reduce a erradicar la creencia central de que mi valor depende de mi comportamiento. Vivimos en un bucle donde nuestro bienestar depende de lo que se supone que debemos hacer y conseguir. Nuestra valía depende del resultado. La realidad es que lo que único que tenemos que hacer es ser. Somos una expresión del universo. Somos seres perfectos y merecemos amor por el mero hecho de existir. He pasado gran parte de mi vida perdido en la idea de que el resultado me haría ser quien anhelaba olvidando que siempre he sido perfecto, que siempre he tenido todo lo que necesitaba, que soy parte de un sistema inteligente que forma un todo genuino. He tomado la firme determinación de ser por encima de hacer. Ahora sé que no estoy en peligro y que nunca lo he estado. Solo soy, y siempre seré conciencia que en este punto experimenta la experiencia en este plano. Lo demás es historia.