El perdón es una forma de sanación espiritual donde se suelta el dolor asociado a un comportamiento propio o ajeno. Me parece especialmente significativa para la comprensión de este concepto la etimología de la palabra “disculpas” del latín dis, separación, y culpas, remordimiento resultado de haber causado daño físico o psíquico. Se trata por tanto de una forma de desapego a un sufrimiento con el que me castigo emocionalmente.

He tenido la oportunidad de compartir impresiones sobre el perdón recientemente que han sido todo un regalazo. He comprendido que perdonar es una forma de aceptar la naturaleza de nuestra propia humanidad.

Personalmente a quien más me cuesta perdonarme es a mí mismo. Durante mucho tiempo me he rechazado y he creído que no era digno de recibir amor. Ese comportamiento requiere de una reconciliación muy profunda. He llegado a entender que quizá haya una parte de mi que no quiera perdonarme, ya que le viene muy bien ese dolor. Esa culpabilidad sigue siendo útil a la parte que quiere controlarme y me intimida con pensamientos abocados a hacerme sentir que no soy suficiente. La culpa es una poderosa moneda de cambio en ese juego interior por la lucha del poder.

Hay una paradoja que me ha sorprendido mucho en relación al perdón. Por un lado no siento que nadie tenga que disculparse conmigo. El dolor que me puedan causar es una oportunidad de desarrollar cualidades muy importantes como la compasión. Creo que cuando una persona daña a otra lo hace desde el miedo, o desde la inconsciencia.  He decidido tratar de comportarme siempre como si lo que me acontece fuera favorable. A veces es muy incómodo, pero no deja de ser un contexto para el crecimiento. Lidiar con la decepción y con el dolor, y practicar el amor incondicional, son una gran oportunidad para sentirme una persona de valor.

Creo en un “perdón original” que a diferencia del pecado original, nos exime de la responsabilidad  del dolor que causamos, ya que este es inherente a nuestra humanidad y a nuestro proceso de evolución interna. No siento que un bebé necesite pedir disculpas cada vez que se cae cuando empieza a caminar. No creo que la naturaleza que nos hace errar a lo largo de nuestra vida diste mucho de la de ese niño que experimenta y crece por medio de la experiencia.

Por otro lado sin embargo, es muy importante para mi pedir perdón cuando me he dado cuenta de que he causado dolor a otra persona. A veces ocurre sobre la marcha. A veces cuando llego a un punto de consciencia que no tenía en el momento que infligí el daño. Recalcar que he logrado reconocer el origen de ese dolor, identificar la limitación que lo ha originado y me estoy haciendo responsable de ella, compartir que experimento sufrimiento por ello, y que necesito ayuda para soltarlo, es un acto de humildad y respecto a mí y a lo demás.

Hay dos tipos de perdón: el egótico, y el espiritual. El egótico es el que se hace desde una posición de superioridad, que en muchas ocasiones es más un vehículo de manipulación, que una forma de catarsis. El perdón espiritual proviene desde la verdadera aceptación de nuestra vulnerabilidad, desde la empatía y el genuino amor hacia uno mismo, y hacia los demás.

Muchas aproximaciones psicológicas relevantes (gestalt, cognitiva…) creen que la culpa es algo que se transfiere de generación en generación. Tiene sentido que haya una carga emocional en las células que se traspase a nuestros descendientes. Quizá este sea el auténtico pecado original, la culta que arrastramos que no nos pertenece, pero que tenemos la oportunidad de enmendar en nombre de nuestros progenitores.

También hay veces que pienso que tengo rencor hacia un ser querido, y que me cuesta perdonar su comportamiento. Si profundizo un poco más en ese sentimiento, a quien no puedo perdonar es a mí mismo por no saber amar a esa persona que en el fondo es tan importante para mi. Ese sentimiento me genera una grandísima culpa.

Sin perdón no hay paz interior. Sin perdón no hay libertad. Sin perdón no hay amor, y en definitiva es lo que el mundo más necesita.