Hace pocos días he tenido la gran suerte de dar por casualidad con el vídeo de un taller sobre la comunicación no violenta impartida por un psicólogo llamado Marshall Rosenberg. Su forma de enseñar aspectos increíblemente trascendentes haciendo uso de un exquisito sentido del humor es sencillamente brillante.

He aprendido muchísimas cosas en las tres horas que dura la charla. Entre ellas una muy importante: solo somos capaces de comunicar dos cosas, “por favor” y “gracias”. Todas nuestras interacciones se fundamentan básicamente en estos dos propósitos. Estos a su vez están directamente relacionados con nuestras necesidades y cómo las mismas dependen de la colaboración y la generosidad de los demás, especialmente en lo que se refiere a nuestra parte emocional.

Marshall plantea la importancia de conseguir una calidad en la conexión que logre cubrir las necesidades de todos. Se trata de una forma de reconectar con nuestro instinto de generosidad. Estamos diseñados para disfrutar dando y tenemos una inclinación natural a colaborar. A pesar de ello no hay nada más común que las interacciones que tienen por objeto esclarecer qué postura es la correcta…quién tiene razón.

Y aquí precisamente reside el núcleo del conflicto: el juicio moral. Partimos de la ilusión de que hay un bueno y un malo, y un normal y un anormal, un correcto y un incorrecto, un ganar y un perder, un apropiado y un inapropiado. Una creencia subjetiva que convertimos en certeza a partir de la cual nos relacionamos con el prójimo.

Si nuestra dinámica de comunicación se vincula con el “¿quién tiene razón?” en lugar de “¿qué necesita?”, perdemos la oportunidad de dar, que en última instancia es nuestra mayor fuente de bienestar.

Un conflicto es una interacción que se fundamenta en necesidades no cubiertas. Lo más común es evaluar el comportamiento del otro por medio de un análisis que implica incorrección. Esto únicamente nos aleja de nuestro auténtico propósito, que es ver cubierta nuestra necesidad. Además, juzgar un comportamiento como inadecuado es una forma de agresividad emocional que incrementa sustancialmente las posibilidades de tener una respuesta defensiva-agresiva.

Cuanto más conocemos a la otra parte, más nos sentimos en el derecho de evaluar su comportamiento. También hay que tener mucho cuidado con palabras que son diagnósticos y que a menudo se confunden con emociones y que más bien definen más a la persona que a su comportamiento. Me “siento” incomprendido, usado, intimidado, manipulado, rechazado, ignorado, juzgado, traicionado o criticado son algunas de estas expresiones. Estas palabras hablan más de la interpretación del comportamiento que específicamente de la propia conducta.

Nos han educado para que no solo tengamos tolerancia hacia la violencia, incluso en esta sociedad se llega a entender como algo entretenido o divertido. La política y la religión llevan cultivando la idea de que hay un verdadero y un falso, un correcto y un incorrecto. Durante siglos han hecho buen uso de la culpabilidad y del “divide y vencerás”. Nos han entrenado para que solo vemos la imagen de nuestro enemigo. No logramos ver la diferencia entre una opinión y un hecho, tanto a nivel individual, a nivel social, a nivel nacional y a nivel global. Eso oscurece la realidad, no vemos el comportamiento.

Puede parecer sencillo, pero ya lo dijo el filósofo Krishnamurti “observar sin evaluar es la forma más alta de inteligencia humana”.

Dadas estas circunstancias la próxima vez que alguien te hable desde la ira, te insulte, te trate con desprecio, piensa que simplemente está utilizando “trágicas expresiones suicidas de ‘por favor’” como las define el propio Marshall.

¿Cuál es la fórmula mágica para lograr conectar cuando existe un contexto de tal violencia? La empatía. Si logras leer entre líneas y ver qué necesidad se esconde detrás de esa violencia y se la comunicas, aún hay una oportunidad para conectar.

Roserberg recalca la importancia de que la conexión se produzca motivada únicamente por un deseo sincero de dar donde el amor es el motor del comportamiento. Si nuestro comportamiento lo motiva un sentido del deber, el miedo a que nos abandonen, la culpabilidad, o cualquier sentimiento que difiere del amor, la entrega nos es más que una condena que castiga al que da y al que recibe.

Ha sido todo un regalo ver de forma tan clara lo poco práctico que resulta evaluar el comportamiento de los demás en términos de incorrección. Aprender a observar la conducta específica que está bloqueando la satisfacción de una necesidad sin que sea preciso el juicio, y lograr entrever el “por favor” que se esconde detrás de cada crítica a mi comportamiento son, por tanto, las claves de la comunicación no violenta.